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Malos humos

El humo impregnaba las paredes del garito. Las cortinas de El Capri yacían ennegrecidas. Todos los años, por el mes de septiembre, Peter daba cuatro brochazos a los intramuros del pecado. Era la España de los ochenta. Una España que resucitaba tras cuarenta años de Nodos, sotanas y tricornios. En ese país de movidas callejeras, farándula y noches a deshora; el humo del tabaco inundaba nuestras vidas. Recuerdo que Malboro, Ducados y Fortuna eran las marcas líderes de la época. Una época, como les digo, donde las cajetillas oscilaban entre las cien y las doscientas pesetas. Fumar era una cuestión cotidiana. Fumaban los maestros y los banqueros. Fumaban los chatarreros, los abogados y las peluqueras. Fumaba el hijo de Juanito, el sobrino de Mariana y el cuñado de Jacinto. Se fumaba en cualquier tipo de lugares. Era la España de las colillas. De colillas apuradas y manchadas de carmín. De colillas blancas y amarillas. Y de colillas que provocaban dientes amarillos y cánceres de pulmón.

Aquella noche, El Capri estaba repleto. De fondo sonaba el "sufre mamón" de los Hombres G. Allí estaba yo. Solo y con las gafas empañadas por el humo del tabaco. En la barra, habitaban ceniceros llenos de colillas y restos de ceniza. Recuerdo que Gabriela apagaba sus Ducados en la taza del café. Allí, mezclado con los restos de cafeína, ahogaba sus colillas. Colillas manchas de rojo y aplastadas. Colillas de cigarros impolutos. De cigarros bien prensados y apretados en el interior de la caja. Cada cigarro, me decía Jacinto – un señor que falleció a causa de tanta nicotina -, encierra un cúmulo de pensamientos. Detrás de cada calada se esconden sapos y serpientes que cabalgan por nuestras alcantarillas. Hay caladas y caladas. Hay caladas manchadas de pensamientos impuros. Caladas de relajación tras terminar una larga jornada. Y caladas de nerviosismo, y desesperación, a las puertas de un quirófano. Aquella noche, me venían a la mente las colillas que yacían  a las puertas del tanatorio. Más que colillas eran restos de cigarrillos inacabados. De cigarrillos de dos o tres caladas. Las suficientes para paliar el ruido de cigarras que recorren los intestinos.

Don Manolo era un fumador empedernido. Fumaba en las clases de matemáticas. Y lo hacía mientras corregíamos sus ejercicios. Entre ecuación y ecuación, insuflaba nicotina y alquitrán. Recuerdo que cogía el cigarrillo de una forma peculiar. Sus dedos amarillos manchaban las tizas de olor a tabaco. La sala de profesores era una nube de niebla espesa. Tanto que algunos adolescentes tosían al pasar por el pasillo. El tabaco estaba a la orden del día. Algunos padres les decían a sus hijos que no fumaran. Se lo decían entre calada y calada. Existía mucha demagogia en esa España de doble moral. En una España de coches con cenicero, ventanillas manuales y relaciones cara a cara. Recuerdo aquel Seat de Carmelo. De tapicería llena de agujeros por los descuidos de copilotos fumadores. Las alfombrillas emergían repletas de ceniza y el cenicero lleno de colillas. De colillas de Ducados. Unas más largas y otras más cortas. Todas revueltas como si fueran una sopa de tallarines. En el asiento de atrás, María bajaba la ventanilla. De caladas largas y apuradas. Recuerdo que exhalaba el humo, de su boca, en forma de aros. Aros de cebolla que se perdían en la carretera. En carreteras solitarias con arcenes cubiertos de colillas.

Réquiem por la ironía

El humo del garito impedía distinguir los rostros de la barra. Eran las dos de la madrugada y allí estaba yo, solo en la barra y sin ningún perro que me ladrara. Con las gafas empañadas, y la mente manchada de pecado, recordaba a ese otro que emborrachaba sus penas con sorbos de tequila. Las fichas, le decía a Peter, cambian de posición a lo largo de la partida. Unas veces surgen oportunidades de juego y otras, maldita sea, riesgos de caer por la ladera del precipicio. Niebla, veo mucha niebla en esa carretera donde hacía autostop los sábados a deshora. Sábados de juerga y placeres pasajeros. Miro el reloj de la barra y observo como sus agujas marcan las mismas horas que hace treinta años. El tiempo, ya lo decía Albert, es relativo. Relativo porque no dura lo mismo una hora a las puertas de un quirófano que otra hora en una fiesta de cumpleaños. Se ha perdido la ironía. Muere la mofa y la sátira constructiva. Muere asesinada por la sombra del respeto.

Muerta la ironía, el lenguaje se convierte en frío y desprovisto de rima. Ya no quedan estribillos en los mentidores de la calle. Ya no existe la insinuación y el humor con picaresca. Las palabras son como dar patadas a una piedra. A una piedra que una vez lanzada, no sabes si aterrizará en el asfalto o en cristal de Jacinto. Se ha roto la ironía en el cine y en la literatura. Ahora se revisan los chistes y comentarios espontáneos. Y se revisan para proteger la dignidad del otro. Una dignidad que ha ganado peso en el transcurso de los años. La prudencia ha ganado la batalla a lo colérico. Esta prudencia, que se manifiesta en las relaciones cara a cara, no se vislumbra- tanto – en las redes sociales. A través de la pantalla, el Homo Sapiens saca los caninos. Los mismos que perdió con el enmascaramiento del celo. Caninos prescindibles en la jungla del cortejo. Y caninos que ahora vuelven en la selva digital. Una selva de versiones artificiales y discursos intermitentes que, desde sus trincheras, lanzan sus dardos en dianas equivocadas.

La hipocresía llora la muerte de la ironía. Sin sátiras en el horizonte, el silencio toma cuerpo en la intersubjetividad del ahora. Silencios, unos más cortos y otros más largos. Silencios, unos en las grandes avenidas y otros en lúgubres callejones. El silencio es la herramienta que se avecina ante la llagada de la ofensa colectiva. Una sociedad callada se convierte en una jungla de sospecha. El silencio del bosque inquieta a las especies. En el silencio se activa la sospecha ante los pensamientos del otro. Sin hablar, los amantes se comunican con la mirada. Con una mirada que aflora lo que esconde el interior de los trasteros. Y mientras los amantes juegan la partida, el tablero no se altera. No se altera la combinación entre cuadrados blancos y negros. Cambian los caballos, las torres y los peones. Cambian los paisajes, las personas y el devenir de los tiburones. Y en esos cambios, entra en juego el esfuerzo, el mérito y la suerte. La música de Loquillo inunda de ruido al griterío del garito. Las servilletas yacen arrugadas junto a las patas de los taburetes. En la calle se oye el ronquido de los gatos.

Capullos de seda

Mientras pasaba la procesión, tomé un café en El Capri. Lejos del ruido de los tambores, el olor a incienso y las luces de la Macarena, leí El Marca de la barra. Entre goles y marcadores, me venían a la mente pensamientos procedentes de mis trasteros interiores. Me acordaba de los tiempos en que perdí la fe. Eran tiempos malos para los míos. Malos porque presencié la ruina del negocio familiar, la muerte de mi abuela y el cáncer de Estrella, la mascota de la casa. Aturdido por tanta tragedia, dejé de buscar los fundamentos metafísicos de mi vida. Rompí el pergamino y las creencias en la predestinación de un viaje lleno de ratas y nubarrones. Fueron días amargos. Días de buscar sentido a una vida sin sentido. Perdido en medio del bosque y sin brújula que me guiara, afronté la muerte de Dios y el nacimiento de mi nuevo yo. Sin ningún más allá en el horizonte, tropecé con la auténtica verdad de la vida. Una verdad angustiosa e indeseable. Una verdad amarga, clara y distinta como diría Descartes si viviera. Y esa verdad no era otra que la nada.

La nada se apoderó de mis pensamientos. Adquirí conciencia que mi cuerpo era materia. Una materia, como puede ser el hierro o la madera, que con el paso del tiempo se deteriora y oxida. Al final, mi cuerpo se convertirá en un cadáver maloliente. En un motón de carne trémula y pasto para los gusanos. Esta auténtica verdad, me abrió las puertas de una nueva vida. Apoyado en Sartre y Heidegger supe que la existencia es un paréntesis entre una nada prenatal y o tras postmortem. Y ese paréntesis necesitaba contenido. Contenido más allá de las dos fechas que aparecerán, tarde o temprano, en la lápida del camposanto. La vida necesitaba vida. Y esa vida no era otra que el cumplimiento de una misión. A diferencia del gusano de seda, yo no tengo la conducta preprogramada. Yo, le dije a mis adentros, no he nacido para hacer, sí o sí, capullos de seda sino para diseñar un camino. Ese camino, maldita sea, es la vida. La vida no puedes dejar de vivirla. Estamos condenados a vivirla. Somos, ya lo dijo Arendt, el único animal que sabe que ha nacido. Y añado, que sabe que vive y que es consciente que algún día morirá.

Sin trascendencia en el más allá, lo único que queda de nuestro viaje son las huellas de la arena. Huellas de chanclas viejas, de mocasines, de zapatillas caras o de zapatos desgastados. Huellas de lo que somos. Y somos un concepto, un recuerdo o una imagen en la mente de los otros. Y hay tantos somos en el mundo como gente que, por multiplicidad de causas, contactaron alguna vez con nosotros. Mientras tomo el café, siento su sabor amargo en la comisura de mis labios. Siento el mismo sabor de aquellos momentos trágicos de la vida. Momentos de tensión. Momentos de frustración por no alcanzar el objetivo. Y momentos de nostalgia por "querer y no poder" regresar a los lugares muertos del pasado. En el taburete miro a los otros de la barra. Los miro desde lo alto de mi colina. Y me pregunto cómo llevan, en su interior, la verdad de su finitud. Somos seres finitos e imperfectos. No somos inmortales salvo que algún erudito descubra el elixir de la juventud, de la vida infinita o la eterna primavera. Son las doce de la noche, los tambores se oyen al fondo. Es Jueves Santo, oigo – a lo lejos – el canto de la saeta. Es el canto desgarrado de un hombre, que llora la muerte de un ser crucificado.

La Revolución Artificial

Desde hace unos días, Concepción Cascajosa – militante socialista – ha sido nombrada presidenta interina de RTVE. Un nombramiento polémico por el tinte político que se asocia a su figura. Un tinte, que según sus detractores, pone en riesgo la objetividad informativa. Una vez más estamos ante un razonamiento fácil de bombardear. Y lo estamos, queridísimos amigos, porque, salvo que el ente público lo dirija un robot, cualquier periodista tiene – como ser humano – una opinión ideologizada de la verdad. Ello es compatible con su deontología profesional. Una ética, como les digo, que se debe basar en el secreto de las fuentes, el contraste de las mismas  y en un uso del lenguaje periodístico, alejado de connotaciones subjetivas. Dicho esto, antes de prejuzgar, deberíamos analizar con qué credenciales cuenta Concepción para el desempeño competente de su cargo. Con ocasión de esta noticia, desde la crítica reflexionamos sobre los retos del periodismo en la era de la Inteligencia Artificial.

Hace tiempo, un amigo – científico de profesión – me decía que el programa nunca superará al programador. Aún así, no estoy de acuerdo con él. Y no lo estoy porque, si seguimos el razonamiento empirismo e inductivo, los seres nacen con página – o mente – en blanco. Una página que se cumplimenta mediante datos, que entran por los sentidos, se decodifican por el entendimiento y son, finalmente, almacenados en la memoria. En los seres artificiales, la información hace el mismo recorrido. Los datos entran en la computadora, son decodificados por un lenguaje informático y pasan a la memoria. La producción de información – en ambos casos – no es otra cosa que la recombinación de datos. Así las cosas, a mayor capacidad de almacenamiento, mayor probabilidad de elaborar relatos, establecer conexiones y sacar conclusiones. Si nos damos cuenta, un periodista hace algo semejante. Busca datos – extraordinarios y relevantes – que contrasta con diferentes fuentes y que, finalmente – por medio de conexiones -, elabora en forma de noticias. Esta operación puramente informativa y, sin opinión mediante, la puede elaborar igual o mejor una máquina.

Esta conclusión – de "la puede elaborar una máquina", se ha repetido a lo largo de la historia. Se la preguntaron los ingleses, alemanes y españoles – entre otros – en sus respetivos procesos de industrialización. Y tal pregunta trajo consigo revueltas sociales – como el ludismo – que pusieron en la diana el perjuicio de las máquinas en el seno de sus vidas. Así las cosas, la dialéctica entre "mano y máquina" han estado presentes. Lo estuvo con la intensificación de los cultivos y la deriva de Malthus. Y lo estuvo con el apogeo de los cajeros automáticos. La Inteligencia Artificial ha venido para quedarse. Y esa introducción en nuestras vidas se convierte en los pañales de una nueva revolución, la Revolución Artificial. Una revolución que amenaza seriamente al sector de la comunicación audiovisual y a la industria de la cultura. Estamos ante la muerte del autor de carne y hueso. Llegarán los libros escritos por máquinas. Máquinas cuyos algoritmos harán mezclas ingeniosas, que irán más allá del ingenio humano. Mezclaran cientos de obras de autores de renombres y saldrán a la luz nuevos estilos literarios artificiales. Los telediarios serán presentados por avatares y los podcast responderán a voces industriales. Atentos.

El postconfinamiento

Tras cuatro años del confinamiento, me doy cuenta que muchos psicólogos y sociólogos estaban equivocados. Somos iguales o más cálidos que antes de la pandemia. Sin mascarillas en el rostro ni distancias de seguridad, los abrazos y besos en la mejilla volvieron a nuestras moradas. La pandemia nos dio una lección de vida. Nos enseñó que a lo largo del viaje nos podemos encontrar con piedras en el camino. Tanto es así que, de un día para otro, nos vimos secuestrados en las celdas de nuestros hogares. Nos convertimos en pajaritos con alas y sin poder volar. Esa angustia vital de "querer y no poder", nos hizo reflexionar sobre la libertad, el tiempo y la enfermedad. La Covid-19, nos puso frente a la verdad. A esa verdad, que decía Nietzsche. La auténtica realidad es que somos seres que envejecemos, enfermamos y morimos. La pandemia nos situó, como les digo, ante nuestro reflejo vital. Nos ubicó ante un enemigo invisible, maldito y traidor.

Hoy, miro por el retrovisor del coche. Miro y veo, a lo lejos de la carretera, a millones de humanos angustiados. Angustiados por la temeridad que supone la incertidumbre. Observo como, en un plis plas, nos vimos obligados a abondar nuestra zona de confort. Abandonar nuestra identidad. Una identidad que, como decía Heidegger, nos la brinda el trabajo. Somos aquello a lo que nos dedicamos. Y cuando dejamos esa profesión u oficio, perdemos parte de nuestro concepto social. Dejamos de ser abogados, profesores, albañiles o cualquier profesión que nos defina. El coronavirus dejó a millones de personas sin trabajo. Los famosos ERTE suscitaron un virus paralelo en la economía. Sin aviones en el cielo, ni trenes en las vías; volvimos a tiempos pretéritos donde el mundo era pequeño. Hoy, recuerdo las calles vacías, las miradas de sospecha y los aplausos a las ocho. Hoy, recuerdo los telediarios inundados de camillas, enfermeros y mascarillas. Y recuerdo, y valga la redundancia, el "Resistiré" del Dúo Dinámico como canción bandera de la pandemia. Desde la desolación, me viene a la mente gente de mi pueblo. Gente que se contagió y falleció por culpa de ese bicho de dudosa procedencia.

Gracias a las pantallas, conseguimos que las ausencias fueran cortas. Conseguimos ver al padre o al abuelo. Conseguimos hablar con el hijo o la hija, que se encontraba confinado dentro de su castillo. El móvil sirvió para aliviar la tristeza que supuso el "arresto domiciliario", el mismo que tuvo Galileo por contradecir al establishment de su época. En casa, leí hasta la saciedad. Leí, sobre todo, La Peste de Albert Camus. Fue una lectura amarga. Amarga porque se convirtió en el reflejo de la realidad. Un reflejo que narraba el horror de la pandemia. Ahí, en ese rincón de soledad, me di cuenta de nuestra vulnerabilidad. Confié en la ciencia como motor de supervivencia. Y aprecié, claro que sí, la razón. Me di cuenta que los problemas dejan de ser problemas cuando encuentran solución. Y la Covid-19 era, mientras no se llegara a la vacuna, una ecuación sin resultado. Hoy, con la normalidad en nuestras vidas, es bueno poner la vista atrás. Mirar atrás para apreciar. Apreciar los detalles de la vida. Apreciar la función de los científicos y apreciar, faltaría más, la libertad.

Sobre ética y democracia

La democracia en Atenas era directa como lo es una reunión de vecinos. En el Ágora, los atenienses decidían los asuntos de la polis. Allí, los hijos de los ricos – asesorados por los sofistas – defendían cualquier cosa y su contrario. La gente votaba con conocimiento de causas y efectos. Existían, por tanto, decisiones mancomunadas entre quienes tenían derecho al voto. Hoy, varios miles de años después, la democracia cabalga por otros derroteros. Aunque se haya conseguido el sufragio universal, lo cierto y verdad, es que las elecciones se han convertido en un cheque en blanco. El votante pierde, desde que arroja su papeleta en la urna, el sino de la misma. Votamos a 350 diputados. Trescientos cincuenta, como le digo, de los que solo conocemos, de cerca, a los líderes de los partidos. El resto son nombres desconocidos, que – una vez elegidos – se convierten en nuestros representantes. Y ahí es cuando nosotros – la soberanía popular – estamos vendidos.

El voto se convierte en una activo de riesgo. Siempre está la duda de que los diputados no cumplan con su programa. O que, dadas las circunstancias coyunturales, hagan de su capa un sayo y, donde dije digo; ahora digo Diego. La democracia indirecta, por tanto, no siempre es ética. Puede que los elegidos incumplan con la palabra dada. Puede que pacten con los socios "inadecuados". Y puede que pongan en práctica las recomendaciones de Maquiavelo. Cuando ello ocurre, aparecen corrientes de desafección por la política. Corrientes que, en ocasiones, son como una olla a presión. Una olla que puede estallar en forma de manifestaciones como el 15-M, en España, o los "chalecos amarillos", en Francia; por ejemplo. El pacto del PSOE con el espectro independentista pone en solfa lo que aquí comentamos. El pacto está dentro de las reglas de juego. Tras la elección de los 350 diputados, se procedió a la investidura del Presidente del Gobierno. Y este, aunque no le guste a una parte de la población, fue elegido de forma legal – más síes que noes – y legítima – a través de la soberanía popular -.

El pacto con Junts, como con cualquier partido, no es a cambio de nada. El pacto, al parecer, lleva implícito la amnistía, el referéndum y el supuesto indulto – condicionado o no – de Puigdemont. Este pacto, legal salvo que se demuestre lo contrario, no es del todo ético. Y no lo es, queridísimos lectores, porque la amnistía implica una intromisión en la división de poderes. Porque el "perdón por causas políticas" supone un agravio comparativo con otras "causas extrapolíticas”. Aún así, el fin del mismo – según sus defensores – no es otro que calmar la ira separatista e impedir la alternativa. Una alternativa entre PP y Vox, o dicho de otra manera, entre derecha y ultraderecha. Y una alternativa que supondría una vuelta de tuerca al patriotismo, el unionismo y las luchas intestinas entre el centro y la periferia. De ahí que, cualquier pacto implica riesgos, costes y beneficios. La tercera vía hubiese sido pacto entre PP y PSOE. Dicho pacto tampoco sería ético. Y no lo sería porque Feijóo, en la campaña electoral, se mostró muy crítico con el sanchismo. Una crítica que lo ubica – desde el punto de vista moral – entre la coherencia o la hipocresía.

Juguetes rotos

El ser humano busca estadios de confort. La vida no es otra cosa que un refugio en un tiempo y espacio determinado. Ese refugio viene determinado por los acontecimientos históricos del momento. De tal modo que existen condiciones azarosas que delimitan los ejes de la felicidad. Más allá de ellas – de guerras, epidemias y hambrunas – hay un componente estructural, que explica nuestra voluntad. El capitalismo, queridísimos amigos, responde a una estructura – o andamiaje – negativo. Somos, como diría Heidegger, arrojados al mundo. A un mundo trágico que nos obliga a vivir en un mar de dolor incesante. Un dolor cuya única salida no es otra que – y hago una hermenéutica de Schopenhauer – la desconexión. Así, el gimnasio y todo lo que concierne al ocio sirven como válvula de escape ante la adversidad diaria. El encuentro con los amigos, una tarde de cine o el fin de semana, entre otros escapes, suspenden una vida de tragedia incesante. Esta estructura sirve de turbina, como les decía atrás, para la supervivencia del capitalismo.

El superhombre – de Nietzsche – desemboca en la orilla de la autoexigencia. La cultura del "tanto tienes, tanto vales", del "si lo sueñas, puedes conseguirlo" y otros reclamos motivacionales han hecho, del ser actual, un león insaciable. El capitalismo nos ha inyectado unos ideales que sirven a la utopía de la felicidad. Y esos ideales no son otros que "vivir para el escaparate". En tiempos de postureo y reconocimiento fácil, a través de las redes sociales, la vida se convierte en una muestra hacia el otro. Salir de la negatividad, mostrar dientes blancos y viajar responden al canon de la felicidad contemporánea. Hemos sustituido la búsqueda de la ataraxia – de la tranquilidad del alma – por un cúmulo de placeres materiales. La emoción ha sustituido a la razón como condición de felicidad. Vivimos en una carrera de unos contra otros. Una carrera donde el "yo más" se convierte en el dorsal. Un dorsal que sirve a la cultura del escaparate. Las medallas se muestran en las vitrinas de la vida. Los logros se comentan en cualquier escenario vital. El narcisismo impera en los discursos de los bares, peluquerías y demás.

En el escaparate, nos sentimos importantes. En la trastienda aguardan los lamentos y la culpa por el paso del tiempo. De un tiempo que se esfuma sin el autoconocimiento. Así las cosas el capitalismo, nos convierte en oferta y demanda. Oferta porque nuestras miserias interesan al otro. Y demanda porque buscamos – en la telebasura – las desgracias del otro. Unas desgracias que nos sirven de alivio a nuestro malestar vital. El sentimiento de fracaso inunda nuestra morada. Un fracaso por no saltar la longitud establecida. Así, en la esclavitud, vivimos amargados. Amargados porque la mirada no está en nosotros sino en el otro. En ese otro más alto, guapo, rico y sabio que nosotros. Y en esa comparación, nos sentimos agraviados. Nos sentimos deprimidos y ansiosos. Y ese deterioro de nuestra salud mental, por culpa del sistema, nos sitúa en la cama leyendo y devorando libros de autoayuda. Libros que sirven al mercado. A un mercado carroñero que necesita la envidia como motor del dinero. El tiempo y el coste del devenir, nos muestra la peor de las tragedias. Tanto que algunos se sienten juguetes rotos el resto de sus vidas.

Valencia, fuego y duelo

El incendio del edificio de Valencia pone en valor la incertidumbre de la vida. Quién le iba a decir, a esa comunidad de vecinos, que sus circunstancias cambiarían de forma repentina. La vida nos condena a vivirla. Y en esa condena, atravesamos por paisajes verdes y amarillos. Pasamos por un cúmulo de momentos que determinan, de alguna manera, los renglones del pergamino. Renglones rectos y torcidos. Renglones pegados los unos a los otros. Y renglones manchados de injusticia y desolación por lo vivido. Entre líneas, oímos el susurro de la intuición. Una intuición que se acentúa con los años y eclipsa a la razón. En casa, en la soledad de mis pensamientos, sufrí la desgracia de quienes vivieron la peor de las circunstancias. Y en ese soledad, observé el vuelo de los buitres. Buitres carroñeros que hacian su agosto con el sufrimiento ajeno. Imágenes – muchas prescindibles – que invitaban a la desesperación e impotencia. Una impotencia vivida enfrente de la pantalla. De una pantalla inundada de aves carroñeras.

No, todo no vale en el periodismo. No vale, por ejemplo, que se profundice en el sufrimiento humano. No vale, maldita sea, que se pongan imágenes hirientes por activa y por pasiva. No vale que se busque la lágrima como mercancía en la industria de la cultura. Lejos de tales imágenes, hablen de soluciones. Hablen de lo que será de esos cientos de familias afectadas por la tragedia. Hablen, y no callen, de medidas preventivas para evitar sucesos similares. Hablen de cómo deberíamos actuar ante una catástrofe de tal envergadura. Y hablen de causas, responsables y responsabilidades. Mientras tanto, el olor a quemado inunda de rabia a los olfatos callejeros. Las cenizas huelen diferente en función del combustible. La madera quemada huele distinta al hierro. Y este distinto a la paja. Y así, sucesivamente. Y en ese olor a chamusquina subyacen miles de recuerdos. El fuego no solo quema lo físico sino lo metafísico de nuestras vidas. El fuego quema los recuerdos. El fuego quema el orgullo por lo conseguido. El fuego deja la huella negra de lo que fue y ya no es.

El duelo se convierte en un caminar desnudo por en medio del desierto. Un desierto donde las distancias son largas y las estancias amargas. Los pies sienten el tacto de la arena. De una arena que invita a la esperanza dentro de la ira. Sin lo material, el ser humano pierde buena parte de su identidad. El hogar otorga sentido a nuestras vidas. En el hogar se estrechan los lazos familiares. En el hogar subyace la intimidad. Una intimidad que abraza el refugio. Un refugio necesario ante las amenazas que supone la selva de lo urbano. Bajo el techo, miramos por la ventana y vemos la vida desde la trinchera. De una trinchera que nos protege de la envidia. De una envidia que se manifiesta con silencio, desaprobación, burlas y mofas ante los logros del esfuerzo. El crepitar de la vida, nos sitúa ante un incendio diario que destroza lo vivido. Cada día muere en un eterno retorno. Cada día yace en un fuego infinito que se enciende y se apaga. Que se apaga y enciende en el transitar de los tiempos. Duelen las quemaduras, y duele la cortina de humo que imposibilita la luz. Que nos asfixia en una tormenta de dudas y confusiones. Luchemos, unos con otros, para que no se apague la vida. Fuerza.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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